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Apenas dijeron «amén», llamaron a la puerta. La panadera, vecina de los Müller, la noche anterior había horneado dos hogazas para ellos porque Dios le dijo que George Müller la necesitaba. Enseguida se sintió otro golpe en la puerta. Esta vez era el lechero cuyo carro se rompió precisamente frente a la casa de los Müller y la leche iba a echarse a perder si nadie la usaba. Había leche y pan suficiente para todos, incluso tuvieron leche para agregar al té de la tarde. ¿No es asombroso?

Araminta (o Minty, como la llamaban) trabajaba para ellos como esclava haciendo las tareas de la casa. La Sra. Cook intentó llevarla con ella para que devanara hilo, pero se la pasaba estornudando y era demasiado lenta. Entonces, la envió afuera con su esposo porque estaba harta de ella. El Sr. Cook le enseñó a revisar las trampas y recogerlas cuando una rata almizclera se metía en ellas. No son tareas como para darle a una niña pequeña. Ni siquiera puedo imaginarme cómo habría sido todo esto para esa pequeña, sin una mamá que la consolara ni un papá que cuidara de ella.

Su novia no fue la única que dejó de apoyarlo. Hasta su padre se puso como un loco cuando George le contó de su pasión por el campo misionero y le anunció a su hijo que lo desheredaría si se convertía en misionero. Un punto fuerte. George seguía decidido y asistió a la escuela de misiones. Viajó a Londres y comenzó un ministerio entre los judíos de allí, sin saber si Dios alguna vez lo enviaría al campo misionero. No obstante, él estaba dispuesto a ir, aunque esto implicara tener que dejar a todos sus seres queridos.